Monachil es un pequeño pueblo que descansa a los pies de la
Sierra Nevada de Granada, sus calles angostas sin aceras recorren
irregularmente sus pequeñas casitas que no conocen de pinturas ni acabados y la
iglesia del pueblo comparte medianera con el piso donde nos alojamos con nuestras
compañeras de viaje, Ilse e Isa, dos “maracuchas” bien “panas”, es decir, dos
buenas amigas oriundas de Maracaibo, ellas cuidaron de Zoe mientras los papis
volvían al lugar donde afianzaron su enamoramiento, en lo alto de la Sierra
surfeando la nieve. En una estación de sky todos parecemos extras salidos del
famoso sketch “Ministerio de los andares tontos” a mi gusto lo mejor que han
hecho los “Monty Python”. Aquí cada uno improvisa su mejor manera de lidiar con
estas botas que te impiden flexionar los tobillos, a la vez que se debe esquivar
los permanentes ataques de la muchedumbre discapacitada, que va armada con tablas y bastones que cuelgan
detrás de sus cabezas. Nos despedimos de las chicas que se fueron con Zoe a la
zona familiar donde disfrutaron de una tarde a puro “culipatín”, hicieron
muñecos de nieve y durmieron una merecida siesta bajo un solcito cariñoso de
montaña, culpable del “estilo mapache” que abunda por estas zonas. La tarde se
va volando cuando te la pasas subiendo, bajando y tragando nieve, mi repertorio
de caídas es variado pero indescriptible por lo que me ahorro la auto
humillación, pero si puedo decir que la adrenalina de la velocidad inmediata,
el sonido de la tabla surcando la nieve, la sensación de despegue en mis saltos
de principiante y la satisfacción de los giros y maniobras bien realizados, son
tan adictivas como desgastantes y al cabo de cinco horas de darlo todo y caer
de mil maneras, el cuerpo pide su merecido descanso.
Según sus propios carteles, es una “ruta pintoresca” la que
zigzaguea la sierra hasta Monachil y se desarrolla con una estupenda vista a
“Los Cahorros”, una excursión sencilla y no por eso menos bella. Abandonamos la
casa al compas del campanario de la iglesia que marca las 11am y dejamos el
coche en un camino de tierra que nos llevaría hasta el puente colgante, el
único acceso al cañón por el cual solo deben transitar cuatro adultos a la vez.
Esto es un grave problema logístico para esta concurrida excursión de nivel
familiar, que encuentra inevitable los embotellamientos a ambos lados del
puente. Los andaluces son conocidos por su buen humor y su cachondeo innato,
esto se vio reflejado de inmediato durante la espera que supo sumarle alegría a
la tarde junto a una numerosísima familia sevillana. La primera media hora transcurre
por una gruta angosta a modo de túnel natural formado por desprendimientos
rocosos, por aquí corre un pequeño riachuelo que más adelante se ve envuelto en
un paisaje abierto y desnivelado, con balcones naturales y espacios llanos
ideales para el picnic correspondiente, delimitados por riscos que forman parte
de una zona de alpinismo y formaciones calcáreas de diferentes características.
Durante todo el camino nos fuimos cruzando con cachorros de manera cada vez más
constante, el broche de oro lo puso una “asociación de perros de no se que” que
esperaba su turno para entrar al otro lado del puente, eran más de 15 sabuesos
con sus dueños y fue confuso ver tanto cuadrúpedo en una excursión como esta,
hasta que nos dimos cuenta que estábamos en “Los Cahorros” ¿no será que se
comieron la C? La comida de despedida la
tomamos bajo un sol “cachúo” en una terraza que hace de balcón al cañón y sus
alrededores, las “Alhambra 1925” calzaron como un guante para emprender la
retirada a media tarde y el viaje de vuelta fue un descanso auspiciado por la
siesta interminable de Zoe que se despertó a solo media hora de casa.