De Alicante a
Mallorca hay 40min. de avión, como siempre volamos con “RyanAir” por sus
tarifas, que en el afán de evitar que el pasajero se dé cuenta de su sufrida
postura carcelaria, tiene preparado un extenso repertorio de distracciones.
Entre saludos iniciales y consejos de vuelo ya se tiran 10min. de coreografías,
otros cinco para ofrecer su menú y cinco más para reofrecerlo mediante sus
inquietas azafatas que van y vienen sin cesar. A todo esto veníamos comiendo la
ya clásica tarta de atún “made by caro” acompañada de mini-pepsis calentitas y sin
hielo disponible. Después vienen los servicios y ventas más variadas
(cosméticos, tabaco sin humo y su característica lotería de rasca y gana) 15min.
antes del aterrizaje comenzarán de nuevo los saludos y consejos y al tocar
tierra ponen una musiquita de videojuego acompañada de aplausos. Así que con
suerte te queda algún momento para concentrarte en la tortícolis y el dolor de
rodillas. Entregado el coche y colocada la sillita de Zoé, cruzamos la isla hasta
el Puerto de Sóller, un pequeño pueblo desarrollado a lo largo de una
envidiable bahía escondida tras la Sierra Tramuntana, custodiada por dos faros
que indican la “S” necesaria para que barcos y veleros entren y salgan, dejando
a sus espaldas las ondas expansivas definidas claramente por la luz de
amaneceres y atardeceres, siendo ambos acontecimientos admirables desde la
terraza de la casa alquilada, espaciosa y de muy buen gusto. Recién llegados
hicimos buen uso de su piscina y reposeras bajo un cálido sol de media tarde,
brindamos con cava y fruta antes de que caiga la noche y fuimos a hacer la
compra de abastecimiento general.
Puerto de Sóller y Sierra Tramuntana detrás |
La primera
mañana nos reúne en la terraza para un abundante y relajado desayuno, en breve
saldremos en el barco de Martín, el dueño de la casa que amablemente nos invita
la excursión. La aparente tranquilidad del mediterráneo no es más que eso, una
apariencia, de inmediato el barco comenzó a bambolearse mucho más de lo
esperado, las historias de naufragios de Suni estaban demasiado presentes y no
dudamos en “acobacharnos” en los bancos correspondientes. Hubo tiempo de
contemplar la costa de acantilados abruptos dotados de cuevas, pasadizos y
agujeros cual enormes ventanas al cielo, de descubrir pequeñas calas aisladas
de acceso limitado, de fondear frente a una de ellas para lanzarnos al agua
transparente, casi invisible cuando uno se desplaza pegado al colchón de arena
blanca, donde algunos peces caminan y otros se camuflan entre sus corales. Persiguiendo
diversos especímenes a pulmón llegué hasta la costa, y subí como por una cama
de clavos hasta el final de una loma que reveló una panorámica que he
fotografiado mentalmente, a la vuelta jugaba con los peces impulsándome con las
rocas hasta lo más profundo que mi cuerpo y mis oídos me permitían. Al parecer
perdí la noción del tiempo hasta que escuché a la tripulación entera coreando
mi nombre y agitando los brazos, no estaban festejando mi último movimiento
sobre aquellas filosas rocas.
Después de
comer en el mismo puerto fuimos el encuentro de Marquitos, la esencia y la raíz
de todo este viaje. Unos minutitos bastaron para las primeras carcajadas, más de siete años después aún teníamos esa
conexión que solía retorcernos de la risa. Visitamos rápidamente su piso y
desde ahí, atravesando lo que parecía el patio trasero del palacio de algún
jeque árabe, accedimos a una playa intensamente poblada por pechos de silicona,
donde por fin pudimos sentarnos y ponernos al corriente de nuestras vidas,
claro que diciendo muchísimas tonterías sin importancia de tanto en tanto. Una
caña para cada uno en una terraza sobre el nivel del mar bajo la sombra de un
árbol amable, bastó para que ahora sí se presentara con el grupo. Para volver a
casa había que cruzar el túnel que atraviesa en línea recta la Sierra Tramuntana,
una gran cadena montañosa que se extiende por todo el norte de la isla. El
peaje es de 4,50€ y según los paneles el antiguo camino solo eran unos cuantos
kilómetros más. Phil conducía y apoyado por el resto de ingenuos (o sea todos)
optó por subir la cordillera en un interminable vaivén de curvas de 180 grados,
tanto de subida como de bajada. Aunque vale la pena al menos hacerlo una vez
por las vistas, lo que en el túnel son 2min. y 4,50€ de peaje, por arriba es
media hora y 4,50€ de gasolina.
Antiguo camino por la Sierra Tramuntana |
Era la noche
de San Juan, y en la playa del pueblo se divisaban las hogueras de la gente que
corre al mar a la medianoche, a esa altura nosotros seguíamos disfrutando de
una sobremesa demasiado agradable como para interrumpirla, además teníamos el
deber de decorar el firmamento con la “Lampara luminosa” que traíamos para la
ocasión. Por fin liberada, la susodicha comenzó su viaje en dirección opuesta,
es decir hacia abajo, se apoyó sobre los cable de luz bajo el balcón por unos
segundos y siguió descendiendo, cuando ya se olía el fracaso y se temía el
incendio, levantó vuelo a poco más de un metro del suelo. A todo esto las
chicas habían salido corriendo para evitar los posibles daños (y de paso a
tirar la basura) por lo que se perdieron el momento de resurrección de la
lámpara que al final se alzó delicada hasta mezclarse con las estrellas y morir
habiendo cumplido su cometido, unos minutos después vimos caer su cadáver como
una hoja de otoño a pocos metros de la casa.
Llegó el día
de la gran excursión por el “Torrente de Pareis” hasta Sa Calobra, la playa
donde Phil, Caro y Zoe nos esperarían.
Llegamos al punto de salida Marquitos, Suni y yo, bajamos la carretera,
cruzamos unos campos de cultivo y pastoreo hasta un mirador en forma de ventana
hacia el torrente, luego seguimos el camino que una piedras apiladas indicaban
y a los pocos minutos nos encontramos en la ladera de una autentica montaña salvaje
sin sendero, cubierta de enormes piedras que había que trepar y saltar,
deslizándonos entre estrechos pasadizos de difícil acceso que los filos de los
enormes pedruscos alineaban, caminando a paso ciego entre pastizales cerrados más
altos que nosotros que reducían la vista a pocos metros y arañaban nuestras
piernas, castigadas por el sol salvaje del mediodía. Por casi una hora
esperábamos divisar un claro y el comienzo de un camino que nos lleve al
torrente, pero la pendiente era intransitable unos metros después de aquel
árbol, aprovechamos su sombra para respirar y plantearnos la inevitable
retirada. Fue difícil digerir el fracaso y más indigesto aún fue ver que el
verdadero camino, comenzaba unos metros antes de aquel mirador en forma de
ventana, por una suave pendiente en línea recta hacia el torrente, con
nostalgia contemplamos el verdadero camino durante un tiempo, luego nos dirigimos
al punto de encuentro con los chicos, ellos no habían encontrado la paz deseada
en una pequeña cala superpoblada y despojada de sombras. Hoy tengo una deuda
con este torrente, motivo suficiente para una futura escapada a la isla.
Cargamos pilas
y llenamos tanques en una terraza amigable para dirigirnos a “Formentor”, el extremo
nororiental de la isla. Allí gozamos por fin de tumbarnos en la arena, aunque
con un espacio muy reducido, algo que parece ser la norma de las playas y calas
mallorquinas. Buceando a pulmón en estas aguas pude ver claramente, extensas
formaciones rocosas deslizándose grácilmente a los lados de manera inverosímil,
dos segundos después comprendí la ilusión óptica, producto de las algas y
pastizales danzantes que las rodean. La vuelta por la zigzagueante costa norte regala
panorámicas esplendidas de acantilados, fallas e islotes en punta iluminados
por un atardecer demasiado intenso que nos enceguecía en cada curva obligándonos
a detenernos por momentos. Ya en casa preparamos las carnes con brasas “a la
madera” y verduras al horno, acompañados por supuesto de unos buenos vinos que
nos envalentonaron, lo suficiente para salir a conocer aquel bar recomendado, un
contenedor de carga transformado en barra, con una espaciosa terraza en la
punta del muelle más cercano al faro, las chicas tomaron mojitos y los chicos
Fernet, la noche se dejó disfrutar.
Formentor y Sierra Tramuntana |
El último día
nos encontró con muy diferentes energías e intención de “active”, la vida suele
ser misteriosa y por diversas razones Suni, Zoé, Phil y Caro se quedaron en la
casa y en la playa del mismo pueblo a pasar una jornada de relax. Por otra
parte Marquitos y yo nos despertamos decididos a montar la carretera,
aprovechando las circunstancias como un merecido día de exclusividad entre dos
merecidos amigos algo exclusivos. Pasamos por Palma para divisar su gran
catedral y paseo marítimo, seguimos camino hacia las inigualables “Cuevas de
Drach”, un kilometro y medio de montaña hueca cubierta de estalactitas y
estalagmitas de los más diversos tamaños y formas, cada cámara, pasadizo y
bóveda obtiene su propia identidad generando a cada paso el asombro de cientos
de individuos perplejos, la cuidadosa iluminación y el lago de agua de mar que
se mantiene inmaculado reflejando fielmente las cúpulas, logran un efecto
visual incomparable. A mitad de camino llegamos a un anfiteatro preparado para
cientos de personas sentadas frente a la mayor extensión de agua de las cuevas,
después de un armonioso juego de luces cae la oscuridad, luego se escucha la
música clásica barroca proveniente de luces que se acercan surcando las aguas,
son tres botes tripulados por músicos que darán algunas vueltas sin ningún
sentido coreográfico por unos minutos, para después trasladar desde este punto
hasta el final de la cueva a todos los visitantes que así lo deseen. Seguimos
camino por la costa sur de la isla y nos internamos en un pequeño pueblo
llamado “S´Alquería Blanca”, o como dijo Marquitos “Porquería blanca”, a la
sombra de una pequeña catedral comimos unas ricas tapas de chef con botella de
vino incluida y antes de que la “modorra” se apodere de nosotros nos fuimos a
la “Cala del Moro”. Hicimos buen uso de sus grandiosas escolleras naturales
para trepar, tirarnos de palito y bucear, el mar transparente y templado con
fondo de arena blanco, se transforma abruptamente en aguas frías de visibilidad
cero cuando entramos en la cueva dominante de la escollera frontal, trepamos por
un balcón interno y nos quedamos charlando mientras los rayos de sol iluminaban
la salida.
Cuevas de Drach |
Cala del Moro |
Cala Llombars |
El día llegaba
a su fin y había que ir al aeropuerto, no sin antes tomarnos una caña de
despedida frente al mar, para entonces ambos teníamos los músculos abdominales
marcados como después de dos horas de gimnasio, la garganta colorada, la lengua
inflamada y las mandíbulas acalambradas entre otros síntomas, todo debido a la
permanente manera de “cagarnos de risa” exageradamente de cualquier
tontería, como con aquel cartel que indicaba un baño con un tipo cagando y
leyendo el diario, con aquel tipo que cantaba con fonética inglesa sin decir
nada, con los botes desorientados de la cueva, con las letras del pelado y
tantas otras cosas insignificantes que nos han demostrado sin ninguna duda, que
aunque el tiempo pase, corra y no se detenga a esperar, seguiremos siendo dos
amigos verdaderos dispuestos a sentirse como dos adolecentes a la mínima
oportunidad, capaces de levantar el ánimo mas apaleado a fuerza de risas y no
de concejos forzados, hoy podemos reafirmar que seguimos siendo dos tipos que
quieren mantener siempre esta amistad.
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